La pedagogía oficial y la real
Recuerdo que antes de fraile fui monaguillo. O sea, que antes de profesor tuve que tragarme un curso de esos que llamaban CAP y que ahora las autoridades pertinentes han replanteado lindamente en forma de Máster, como fórmula impecable de exprimir un poco más el bolsillo del personal, si es que el personal aún tiene bolsillos que exprimirle. Recuerdo que al CAP acudíamos los aspirantes al cuerpo de profesores de Educación Secundaria con ánimo de aprender algo del pretendido oficio. A que nos enseñaran a enseñar. Y recuerdo, con la misma nitidez, que la mitad de las veces nos volvíamos de la facultad de Puerto Real con la sensación de que nos estaban contando un camelo que no se creían ni ellos. Camelo, le decíamos nosotros. Pedagogía lo llamaban ellos, creo recordar.
Recuerdo vivamente como nos hacían hincapié en dos aspectos: que el alumnado debe ser constructor de su propio conocimiento y que, por tanto, como derivación de la misma, deben evitarse las clases magistrales –que es eso de que el profesor explique la teoría que luego los alumnos deben asimilar– y hacer mucho uso de las nuevas tecnologías. Que lo ideal, decían, es que cada alumno –o cada par– disponga de un ordenador y "que Internet se convierta en manos de los adolescentes en un instrumento imprescindible en el proceso de aprendizaje". Que te lo dicen así de convencidos y casi te emocionas, con la lagrimilla brillando en las orilla de los ojos, de lo bonito que suena. Pero luego vas a los centros públicos y resulta que cuando hay ordenadores en las aulas, estos no son más que un amasijo de chapa anticuada, destrozada por el mal uso, los virus y la golfería propia de adolescentes que luchan un inconsciente y encarnizado combate contra la pubertad, contra las hormonas y contra la ignorancia. Porque prueben a darle a un grupo de quinceañeras un ordenador encendido, y verán cómo entre buscar información sobre el Siglo de Oro y trastear Facebook o Twitter lo que eligen. Las criaturitas.
Así que cuando me puse por primera vez, con ese panorama, delante de unos alumnos, me acordé del CAP –no para bien– y opté por tirar de lo más práctico que era y es la experiencia propia, recordando cómo fueron conmigo aquellos profesores que marcaron de un modo muy especial mi trayectoria académica. Y me acordé de las clases de María José Campos, aquella sargento de mano de hierro y corazón de platino que tuve en primaria. Y las de Mingorance, en secundaria, que me soportó lo insoportable pero acrecentó en mí el interés por la Historia. Y, cómo no, de un modo especial vinieron a mi memoria las clases de Serrera Contreras en la Universidad, con el que descubrí lo importante que es estar enamorado de tu profesión para poder contagiar esa pasión a otros. Recordé sus exposiciones apasionante, transmitiendo con una excelente oratoria, toda la intensidad de los momentos históricos; recuerdo cómo se apoyaba constantemente en el arte, buscando en la pintura y la arquitectura el complemento perfecto para sus palabras. Lo recuerdo, incluso, emocionado, con las lágrimas saltadas, describiéndonos un amanecer en Machu Pichu, aquél verano que desoyó las recomendaciones de su cardiólogo de no subir a esas alturas. O aquella otra vez, cuando casi sonrojado y algo avergonzado, confesó el amor sincero y profundo que sentía, desde sus años mozos, por doña Margarita de Austria, esa que Velázquez retrató en las Meninas. O aquella otra vez que nos contó cómo lloró, preso de la emoción, cuando al fin visitó la habitación de su admirado Mozart.
Jamás tuve un profesor mejor que él. No por lo mucho, muchísimo que aprendí con él, sino por que fue él quien me enseñó que de la Historia, de mi profesión, uno puede enamorarse como de la más bella mujer. Y me lo explicó con su ejemplo, con su oficio, con su palabra. Sin pizarras digitales, sin Internet y sin tantas tonterías. Y funcionó.
Jamás tuve un profesor mejor que él. No por lo mucho, muchísimo que aprendí con él, sino por que fue él quien me enseñó que de la Historia, de mi profesión, uno puede enamorarse como de la más bella mujer. Y me lo explicó con su ejemplo, con su oficio, con su palabra. Sin pizarras digitales, sin Internet y sin tantas tonterías. Y funcionó.
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