El pastor

Fiuuuuuuuuunnnnnnnnnggg. ¡Plac!
- Joder.
            
Me van a disculpar si la expresión no la consideran épica, pero fue justamente eso lo que salió de mis labios aquella mañana de octubre de 1704. En mi descargo he de aclarar que yo, y otros trescientos y pico voluntarios –éramos quinie, pero a esas alturas de la mañana ya  habíamos perdido un gran número de ellos– estábamos siendo acribillados a balazos por los ingleses.  Los rubitos venían con ganas de cobrarse el susto que les habíamos dado de amanecida, robándoles la posición en una inesperada y sorprendente acción militar que les metió a quinientos voluntarios españoles en plena cresta del monte de Calpe, o sea, en pleno Peñón de Gibraltar, en teoría plaza inexpugnable. Quinientos, oigan, que se dice pronto. Por sorpresa. Que tenían ustedes que haberles visto la cara a aquellos rubitos con los ojos claros y desorbitados  y las mejillas achicharradas por el sol, con la boca desencajada de miedo y sorpresa cuando vieron a semejante manada de energúmenos –es decir, nosotros– aparecer por entre las rocas con las bayonetas caladas y el odio y la muerte incendiándonos los ojos y las gargantas. 

Para que no pierdan el hilo del asunto, deben recordar que en agosto de ese mismo año de 1704, una armada angloholandesa tomó, traicioneramente como acostumbra, sin declaración de guerra previa, la plaza de Gibraltar aprovechando que estaba débilmente custodiada por una guarnición insuficiente. Allí los ingleses se hicieron fuertes erizando de cañones y bayonetas El Peñón, abasteciendo suministros desde el mar. Los españoles se vieron obligados a establecer una línea de asedio al pie del Monte de Calpe y desde allí intentar recuperar la plaza, algo que parecía imposible. Hasta que una mañana se coló en el campamento un pastor de cabras asegurando que él podría llevar a la cresta a un buen puñado de hombres a través de senderos que solía frecuentar . A Villadarias, que era el oficial al mando de aquél marrón, le pareció una estupidez, pero, después de enviar con el pastor a un soldado de confianza que dio credibilidad a lo que decía el pastor, pensó que si salía bien podría anotarse un tanto ante los franceses y ante el Rey y, de paso, nadie podría decirle que no había intentado nada por cumplir con su deber de recuperar la plaza. Así que asignó al coronel Figueroa una considerable fuerza de 500 hombres para que, guiados por el pastor, reconquistasen las posiciones más elevadas. Allí debería esperar la llegada de tropas de refuerzo que consolidarían el dominio. 

         El pastor, un tipo increíble, muy seco y callado, muy chupado de carnes, con los músculos tensos bajo una piel de tez casi moruna, con unos hoyuelos muy marcados, cumplió su parte con mucha resolución y valor. Y por eso eso estábamos allí aquella tarde, después de aguantar toda la jornada los intentos ingleses de reconquistar la posición, con la espalda pegada a la roca que nos servía de parapetos, recibiendo una granizada de plomo y mascullando cosas poco poéticas cada vez que la muerte pasaba de cerca. 

-      Fiuuuuung-tamp. 
-      -  Lozijodelagramputa.

                  Esta vez el piropo no salió de mis labios sino de los de Simón Susarte, que así se llamaba el pastor, cuando la bala tocó en la carne del soldado que tenía a su vera y vio la casaca azul rodando por el terraplén hasta hacerle compañía a otras casacas azules y rojas que se amontaban a nuestros pies, para jolgorio de las moscas que zumbaban alegres por el festín de sangre fresca. No había abierto la boca hasta ese momento, pues se limitaba, como el resto, a disparar mecánicamente contra todo bulto rojo que asomaba por entre los troncos y piedras donde acechaban los ingleses. Tenía la cara negra y los ojos enrojecidos por el humo de su mosquete y lo cierto es que aquello le daba un aire feroz, más propio de un guerrero que de un criador de cabras. Y justo entonces una explosión inmensa hizo temblar la tierra: la posición española situada más al extremo sur, justo tras nuestra posición, había sido volada por un proyectil de artillería de gran calibre, con el consiguiente desparrame de miembros amputados y los gritos de decenas de españoles que allí iban a quedarse para siempre, coronel Figueroa incluido.
Los ingleses le estaban poniendo cada vez más ganas al asunto, porque a esas alturas hasta ellos mismos habían comprendido que Villadarias no iba a cumplir su palabra de enviar refuerzos y suministros una vez tomásemos la posición enemiga. Donde dijo digo, etcétera. Así que nosotros nos sabíamos bien apañados con aquellos ingleses lanzándonos de todo, con casi toda la munición despachada desde hacía un buen rato.
Entonces el pastor, se acercó al sargento Ramírez que era el único suboficial que aun quedaba en condiciones de dar órdenes y le dijo algo al oído, asintiendo éste que, girándose a nosotros gritó:
-      ¡Nos vamos, soldados! ¡Si a alguien le queda munición que cargue el fusil y se ponga en vanguardia siguiendo al pastor! ¡A los que no, bayoneta calada y cojones grandes! ¡Vivaspaña!


Y sin más dilación, Simón Susarte, pastor de cabras natural de Gibraltar, saltó del parapeto de piedra que lo protegía y salió corriendo hacia la posición enemiga que taponaba nuestra vía de escape que no era otra que el sendero por donde habíamos entrado esa misma madrugada, agarrando por el pelo al primer inglés que se le interpuso y metiéndole por la garganta aquella navaja enorme que llevaba oculta bajo la faja, hasta que un gorgoteo de sangre le rebosó por la boca.  Aquella escena paralizó un instante a los ingleses que estaban más cerca lo que nos facilitó la tarea a los demás, que corríamos roncos de gritar para espantarnos el miedo, fuimos y le seguimos disparando a bocajarro y ensartando en nuestras bayonetas hasta que ya de noche, y dejando a muchos de los nuestros abonando para siempre las veredas ocultas del monte de Calpe, logramos salir de aquel infierno. 

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