Enseñar Historia



Doy clases de Historia a adolescentes. No es algo fácil, pero disfruto muchísimo con mi trabajo. Supongo que es a eso a lo que se llama vocación: sientes que has nacido para hacer algo, por poco apetecible que ese algo pueda resultar a los demás. Y yo he nacido para ser profesor de Historia en los institutos. Y eso me hace feliz.

Pese a lo que piensan mis alumnos, la Historia es fascinante. Con todas sus fechas, todos esas parrafadas largas de teoría, con todos sus nombres raros –barbecho, abdicar, abolir, concordato...– y toda esa lista interminable de personajes históricos que complican, a veces demasiado, su aprendizaje. Es fascinante a pesar de todo eso. Y ellos, poco a poco, parecen ir mordiendo el señuelo de la pedagogía y van mostrando interés por ese fenómeno hermosísimo que, a ojos de un adolescente, es el descubrir el porqué y el cómo de las cosas: cómo las ideas de una minoría logró traspasar tantas fronteras para minar, desde los adentros, los fundamentos sobre los que sustentaba el mundo; asombrarse con el coraje de una nación joven que un día se alzó contra su rey para cobrarse la libertad y la independencia que se le negaba y asistir, asombrados, a los increíbles logros de un genio bajito que tuvo contra las cuerdas a Europa entera hasta que el frío ruso y las agallas de los españoles lo despertaron de su sueño imperial.

Miran, leen y estudian la Historia y van disfrutándola porque, al fin, van comprendiéndola. Se asoman a ella y reconocen en el pasado las mismas miserias y virtudes que observan –u observarían, si alzasen la vista de la pantalla de su móvil  más a menudo– a su alrededor en la actualidad: gobernantes canallas, hambre, miseria, guerra, indignación, gente honrada, intelectuales que solo calan en una minoría, la masa embrutecida y radical, adelantos de la ciencia, la precariedad de los trabajadores... Y para ello te sirves de lo que buenamente entiendes que puede servirles para ir digiriendo tanta información. y recurres a los textos de la época, y al arte –pintura, arquitectura–  y a la literatura del momento, y a literatura actual que recrea certera la época que toque en cada momento, y les explicas, o lo intentas, del mismo modo que a ti otros profesores enamorados de su profesión lo hicieron contigo, metiéndote bien dentro el deseo de aprender. Y a medida que vas desmadejando el imbricado hilo con el que se teje su propia existencia, ves sus ojos atentos y, bocas abiertas y preguntas que les rebosan de repente de la boca, y comprendes que sí, que ya han mordido. Que un buen puñado de ellos al fin acaba de entender, de sopetón, que el mundo es mucho más que una red social y que la historia es mucho más que un montón de folios para memorizar.

Aprenden y, desconcertados, descubren que les gusta. Que les interesa. E incluso ves que se chotean  delante de otros alumnos de otros cursos a los que, con aire grave, procuran explicarle hechos del presente con solemnes referencias al pasado que ellos mismos acaban de conocer. Y yo los veo así, afanándose en enseñar a otros lo que acaban de aprender ellos y sonrío, con ojos centelleantes de satisfacción. Porque yo un día hice lo mismo. Yo también fui adolescente y llené las alforjas con conocimientos que me maravillaron y con los que quise maravillar a otros. Yo también hice eso, y por eso me hice profesor. Quizás, me digo a mí mismo, alguno de ellos sienta lo mismo y termine haciendo de una tiza la vara mágica con la que enseñar Historia a otros.




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