Mi amigo Guillermo (escrito y publicado en La Voz de Jerez, en 2009)

Hace tiempo que escribí esto, pero me apetecía que volviera a estar en mi blog. Porque ha sido, posiblemente, el mejor artículo que alguna vez publiqué. Porque fue, seguramente, el que me salió más directo del corazón. Y porque sigo acordándome de esa historia cada año. 


Mi amigo Guillermo 

Se llamaba Guillermo y fue una de las personas que mejor han sabido ganarse mi corazón. Muestra de ese cariño que le profesaba, sacábamos juntos, durante el año pasado, varios pasos como costaleros en virtud a un compromiso que existió entre nosotros: yo sacaba pasos y ofrecía mi trabajo al Señor en su nombre, y él peleaba sin descanso contra la muerte, aferrándose al débil hilo de vida que lo unía con este mundo. Así durante los once meses que duró su corta vida. 
Resulta curioso. A Guillermo –Guille para mí– no lo conocí jamás. Ni en fotos, siquiera. Conocí su historia a través de un amigo, que sí lo conoció por ser íntimo de sus padres. Gracias a ese amigo en común, conocí sus ganas por vivir, su parto complicadísimo, sus crisis y sus interminables meses en la UCI de neonatos, encerrado en una urnita de metacrilato que dejaba filtrar la mirada angustiada de una madre que jamás se separó de su vera y que jamás renunció a la Esperanza de verlo vivir, dando, ella y su marido, uno de los testimonios de fe más hermosos que jamás he conocido. Fue así, de charla en charla, como Guille se ganó mi corazón. Yo, que no soy un ejemplo de filantropía precisamente, me sorprendí a mí mismo queriendo a un chaval que ni conocía en persona, hijo de unos padres a los que ni siquiera ahora conozco. 
Lo de sacar pasos vino después, claro. Guille estaba en mis oraciones –y mis oraciones eran más frecuentes que nunca, posiblemente porque su recuerdo me empujaba a ellas–; y nunca tuve una forma más hermosa de rezar que la de ofrecer mi trabajo como costalero al Señor. Y así surgió el compromiso: mi trabajo en los misterios de la Sagrada Cena y el Soberano Poder en la Semana Santa del 2008 fueron puestos a los pies de Cristo por un costalero neonato que luchaba por vivir en la UCI de un Hospital. La lluvia quiso que sólo fuera posible la Estación de Penitencia en La Cena –algo que tuvimos la oportunidad de repetir Guille y yo en el Corpus–, quedándose ese año el Soberano en casa. Aun así, en ambos pasos me entregué a conciencia durante todos los ensayos y luego, en La Cena, durante la salida procesional, con el afán al que obliga la responsabilidad de no hacer las cosas para uno mismo. Lo hice lo mejor que supe. En cada mecida, cada cambio, cada levantá o cada arriá. Confío en que estuviera a la altura. 
Ahora, casi un año después, Guille ya no está con nosotros. Ya no pende su existencia de un leve hilo de vida, sino que goza de la Vida Eterna, junto al Cristo al que ambos ofrecimos el trabajo  como costaleros. Y no sé por qué siento una emoción infinita cuando pienso en que ya este año no le podré dar las estampas que le tenía prometidas a un chaval que jamás conocí. O que ya mi trabajo costalero no será el suyo. Lo pienso y una pena inmensa se me asoma a los ojos hasta desbordarlos, y no sé ponerle nombre. Sólo sé que ahora, cuando rezo y cuando saco pasos, me gusta pensar que es Guille quien le habla a Dios de mí como yo antes le había hablado de él. Y que presume orgulloso de haber sido costalero en la tierra con tan solo un mes de vida, porque un amigo suyo, al que nunca conoció, le habló de lo bonita que era esa oración. 

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