El último de Gibraltar
"El último de Gibraltar", Augusto Ferrer-Dalmau.
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"El último de Gibraltar", de Augusto Ferrer Dalmau, 2016 |
Lo hicieron sin avisar. Sin declaración de guerra previa, sin comunicación oficial. Violando todas las leyes de la diplomacia de la época -de cualquier época-. Fue en 1704 y aún ondea allí su bandera.
La cosa en Europa estaba, por entonces, calentita. El maltrecho imperio español venía boqueando desde mediados del siglo anterior, descosido por las guerras, la corrupción, las epidemias y unos reyes débiles y unos gobernantes incapaces. Pero aún así seguía siendo un gigante en la escena internacional, con sus posesiones multicontinentales y los recursos que éstas le proporcionaban. Por eso, cuando el último monarca Habsburgo, aquel desdichado de Carlos II -enfermizo, pusilánime, rodeado de una camarilla ominosa- falleció sin descendencia, media Europa se frotó las manos con la oportunidad que se les presentaba y la otra media echó mano a la espada, por si acaso veían ocasión de sacar una tajada. O varias.
Así, a pesar de que el testamento del rey legítimo nombraba heredero al francés Felipe de Anjou, nieto de Luís XIV, los austriacos insistieron en defender los derechos sucesorios del hermano de su recién nombrado emperador queriendo así controlar con dos cachorros de la misma camada, dos de las coronas más importantes del continente. Al poco, holandeses y británicos, poco entusiasmados con la perspectiva de que la familia de los Borbones reinasen desde París y Madrid en estéreo y relamiéndose ante las suculentas ganancias que en los vastos dominios españoles podrían obtener si apretaban lo suficiente con las armas, se sumaron pronto al bando del archiduque Carlos de Austria.
Pero antes, sin avisar, sin formalizar la enemistad como obligaban los usos de la época (de todas las épocas), plantaron sitio a la plaza de Gibraltar. Y merced a la superioridad naval, con la flota española algo descuidada y avejentada y empeñada en otros lugares, no tardaron en sorprender a la escasa guarnición defensora. El pueblo fue expulsado de sus casas y forzado a abandonar el peñón, instalándose en el cercano alto de San Roque. Y puede que su último gobernador se detuviera en la playa de Poniente para contemplar cuanto se perdió aquel día. Para siempre.
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