Un 12 de Octubre
Salió de sus dependencias en el castillo de popa y paseó por la cubierta, esquivando los cuerpos de los marinos que allí dormían, a la intemperie, mecidos por el constante balanceo de la carabela. Sólo unos cuantos se mantenían despiertos para atender a las indicaciones de Sancho, el piloto, y Vicente Yáñez, el capitán.
Subió al castillo, parte más alta de la cubierta, y desde allí miró hacia el este, buscando en el horizonte la claridad que le confirmara que el sol asomaría por dónde debía asomar, señal de que el rumbo se había mantenido. Aún era pronto y apenas pudo adivinar la estela de aguaje que la embarcación dejaba sobre las aguas de aquel mar cálido. Seguían navegando al oeste, en busca de una tierra que no debía estar lejos. Pero que no estaba. Dios parecía haber borrado de su camino aquellas Indias de las que tan ricamente se hablaba desde los tiempos de Marco Polo.
Al cabo de unos minutos una débil claridad añil vino a confirmarle la idoneidad del rumbo mantenido -ese Sancho, pensó, hace bien su trabajo- y poco a poco la larga y oscura sábana de la noche fue plegándose para dejar paso al día. Que no a la luz. Por desgracia, como venía siendo habitual desde algunas jornadas atrás, la atmósfera era espesa, muy húmeda, con nieblas densas cada mañana que cubrían de rocío la cubierta y a los hombres que trabajaban -y dormían, comían, vivían, y se desesperaban, añadió con un pensamiento silencioso- allí, sobre las ásperas maderas del puente.
Se desesperaban. Repitió en su mente aquel término como se repite una comida pesada. Se desesperaban. Sólo unos días antes la tripulación casi al completo había roto la disciplina -nada más grave en la gente de mar- para manifestar su desconfianza hacia él y sus intenciones: "seis semanas dijo Vuesa Merced, don Cristóbal, y llevamos más de sesenta días en una mar sin horizontes". Y tenían razón. Solo con nuevas promesas -porque sabía que la ambición del hombre puede hacer olvidar los más fundados razonamientos- logró reconducir la situación: un jubón bordado y 10 mil maravedíes de renta a quien avistara tierra en primer lugar.
Al recordar aquello miro hacia arriba, a la cofa de vigía, seguro de reconocer en ella a aquel muchacho flaco y moreno, Rodrigo, vecino de Triana, que desde aquella promesa pecuniaria pasaba los días y las noches oteando el horizonte. Y allí lo tenía, pendiente a un cielo lechoso de niebla espesa como la miel, tarareando una canción que parecía acompasarse al goteo incesante que se precipitaba desde la arboladura.
Entonces sintió un dolor muy agudo en el cuello. Como un alfiler o una mordida diminuta. En un acto reflejo se palmeó bajo la nuca y allí notó un cuerpo extraño: un mosquito de gran tamaño, mucho mayor de los que abundaban en la península en los meses de calor, yacía inerte, descompuesto, sobre la palma de su mano donde había dejado un rastro de su propia sangre. Dios mío, pensó.
¡Medid la profundidad!, ordenó, pues no quería correr el riesgo de que una barra de arena o un arrecife le pusiera en aprietos ahora que la cercanía de la tierra era más que evidente. Los insectos siempre son presagio de tierra. Ordenó recoger un tercio del velamen para reducir la velocidad y se dispuso, apoyado sobre la empapada madera del pasamanos, a otear él mismo el horizonte.
Y allí, en aquel ambiente viscoso y húmedo como la propia mar, vio abrirse un haz de claridad entre dos jirones de niebla espesa. Y cuando aquel desgarrón de luz en la sábana blancuzca de aquel cielo esponjoso se hizo más grande pudo distinguir con sus propios ojos una porción de tierra verde, cubierta con una vegetación tan rica y abundante como debió ser aquella que Marco Polo había visto en el reino del Preste Juan. Entonces, aquel marino de pelo cano que ya dudaba tanto de sí mismo como sus propios hombres, lloró de alegría. Quiso gritar con todas sus fuerzas pero un nudo de emoción dejó mudo su gesto. Y antes de que éste se deshiciera desatándole la voz, la garganta joven de Rodrigo de Triana gritó a los cielos del mundo que aquellos hombres, embarcados hacía más de dos meses en el puerto de Palos, habían coronado con éxito la primera parte de su hazaña. Era 12 de octubre de 1492. Y el mundo cambió para siempre.
¡Magnífico! Qué bien dominas el lenguaje marinero y la narrativa.
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