Escepticismo psicológico
Soy, de entrada, desconfiado con los psicólogos. Escéptico, como la psicología suele ser respecto a mis creencias. Vaya lo uno por lo otro. Ojo, que no desprecio su valía, ni su necesidad, ni su interés. Al contrario. Vivo en un mundo que sufre, que se siente zozobrar en un mar de angustia después de que, al grito de libertad, cortara una a una las ataduras que lo aseguraban a la tierra firme de las certezas. Sé, por tanto, que hay quien necesita de explicaciones, de recursos, de estrategias para vencer en la perpetua batalla contra la pena y el dolor.
Pero lo cierto es que no termino de entender la metodología de algunos profesionales del ramo. Una cosa es la teoría aprendida en la Facultad, en la bibliografía especializada y en los clásicos de la disciplina y otra, bien distinta, el uso que de tales conocimientos tengan algunos profesionales. Y todavía con ellos me muestro comprensivo, porque entiendo lo enormemente complicado que debe ser dotar de estabilidad, serenidad y fortaleza a una persona a la que los demonios de la tristeza pisotean sin piedad en un mundo donde toda verdad es relativa y cualquier logro se vuelve efímero, pasado en el mismo instante en el que se alcanza.
Trabajo con jóvenes. Y, si me lo permiten, yo mismo fui joven hace no mucho. O no tanto. Así que veo y recuerdo cosas. Veo -y recuerdo; me recuerdo- a jóvenes sufrir a diario. Por casi todo. Porque la adolescencia es una época confusa -y ahora más que nunca en la historia de la Humanidad-, donde obligación y derecho, disfrute y responsabilidad se confunden continuamente. Una etapa en la vida donde un espejismo de amor se camufla, traicionero, con burdas obsesiones que ensombrecen la mirada y el corazón, en el que un perfil que dibuje redondeces en el aire encierra rechazos y complejos en un mundo loco, complejo, casi indescifrable, que cada vez se parece más a un trapantojo de felicidad que mal disimula la boca del lobo de la perdición.
Es complejo, supongo, para los psicólogos partir de esas premisas. Pero no termino de entender cómo dispensan terapias como un médico que recetara medicamentos genéricos para el dolor del interior. No entiendo ese afán de generalizar, de, sin conocer el dolor de la otra persona, pretender actuar de curanderos con cuatro pautas. Sera que, en el fondo, no comprendo la psicología. Que la admiro, la procuro conocer y la respeto, pero sin entenderla. Será que aprendí que el dolor de los demás -mi dolor-, solo se palia cuando lo sufres con ellos, haciéndolo tuyo. Que el padecer del otro se alivia padeciéndolo con él. Compadeciéndolo. Será que soy un tío primitivo, primario y anticuado. Será que la psicología es, a fin de cuentas, la justa medicina para un mundo que no tiene cura.
Puede que sea pesimista en exceso, o que los años y la experiencia haya dejado un poso de tristeza en mis reflexiones. Por eso, quizá, no me sirven las directrices que, con frecuencia, dictan los psicólogos, con mucha carga de optimismo emocional, de arenga sentimental, animando a dejar atrás el dolor para que una gruesa capa de tiempo y olvido lo sepulte en un lugar oscuro donde no volver a pisar. Pero al dolor no hay que tenerle miedo, porque el dolor se alimenta justamente de eso. Como la vieja fórmula tautológica del "no piense en elefantes", que consigue en el acto que el cerebro del interpelado se inunde de paquidermos. Huir del dolor, esforzarse por dejarlo atrás, nos ata a él. Prefiero abrazar el dolor. Apretarlo muy fuerte dentro de mí hasta que estalle en mil pedazos -el dolor, no yo-, para guardar las migajas después y llevarla en un cofre bien cerrado de mi memoria. A ese cofre, a esa cicatriz que nunca se irá por mucho que quisiera, acudiré cuando la vida me exija los conocimientos que aprendí con tan duras lecciones.
Igual, simplemente, soy yo quien necesita un psicólogo.
Es complejo, supongo, para los psicólogos partir de esas premisas. Pero no termino de entender cómo dispensan terapias como un médico que recetara medicamentos genéricos para el dolor del interior. No entiendo ese afán de generalizar, de, sin conocer el dolor de la otra persona, pretender actuar de curanderos con cuatro pautas. Sera que, en el fondo, no comprendo la psicología. Que la admiro, la procuro conocer y la respeto, pero sin entenderla. Será que aprendí que el dolor de los demás -mi dolor-, solo se palia cuando lo sufres con ellos, haciéndolo tuyo. Que el padecer del otro se alivia padeciéndolo con él. Compadeciéndolo. Será que soy un tío primitivo, primario y anticuado. Será que la psicología es, a fin de cuentas, la justa medicina para un mundo que no tiene cura.
Puede que sea pesimista en exceso, o que los años y la experiencia haya dejado un poso de tristeza en mis reflexiones. Por eso, quizá, no me sirven las directrices que, con frecuencia, dictan los psicólogos, con mucha carga de optimismo emocional, de arenga sentimental, animando a dejar atrás el dolor para que una gruesa capa de tiempo y olvido lo sepulte en un lugar oscuro donde no volver a pisar. Pero al dolor no hay que tenerle miedo, porque el dolor se alimenta justamente de eso. Como la vieja fórmula tautológica del "no piense en elefantes", que consigue en el acto que el cerebro del interpelado se inunde de paquidermos. Huir del dolor, esforzarse por dejarlo atrás, nos ata a él. Prefiero abrazar el dolor. Apretarlo muy fuerte dentro de mí hasta que estalle en mil pedazos -el dolor, no yo-, para guardar las migajas después y llevarla en un cofre bien cerrado de mi memoria. A ese cofre, a esa cicatriz que nunca se irá por mucho que quisiera, acudiré cuando la vida me exija los conocimientos que aprendí con tan duras lecciones.
Igual, simplemente, soy yo quien necesita un psicólogo.
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