No te conozco, imbécil

Aún no nos conocemos, pero sé que me la vas a dar, chaval. O chavala. Sé que vas a venir a clase a liarla. Con la única intención de hacerte notar, de pasarlo bien jodiendo a los demás y, especialmente, a mí. Con la conciencia no tranquila, sino ausente. Con esa sonrisa asomada a los labios constantemente, como si fuera una navaja a medio abrir, amenazante de ruinas y desgracias. Con esos ojos astutos escrutando tu alrededor en busca de la inspiración oportuna que te ayude a materializar tu siguiente hazaña: un papel, una goma o un estuche que puedan servir de improvisado proyectil; una mochila que esconder a algún pardillo; una chincheta con la que punzar a algún compañero; o algún chiste inoportuno y desproporcionado que haga reír más por la osadía de haberlo pronunciado en voz alta que por la gracia misma que tuviera.

Y no te conozco, repito. No te conozco y ya sé cómo eres. Y hasta como eres cuando no vienes aquí. Sé qué educación recibes en casa –porque sé, claro, qué educación es la que no recibes–, y sé qué carencias traes de allí. Sé cómo es el grupo de amigos con el que te relacionas fuera de clase y sé cuántos billetes son los que no acumulas ni en la cartera, ni en la cartilla que nunca te abrieron para ahorrar. Sé cuáles los libros que nunca has leído a pesar de haberlos necesitado. Sé cómo te han consentido al punto de enfadarte hasta la desesperación un mundo que, a estas alturas, aún no comprendes que nunca funcione al son de tus caprichos. Y cuando ese enfado se te vuelva incendio colosal cuando se te amontonen los problemas (problemas con la pareja, frustración con la familia, decepción con los amigos...), vas a venir a apagártelo al Instituto, confiando en que los minutos de atención que logres robarle a los demás se vuelvan agua fresca que mitigue la sequedad de tan triste vida. 

Y eso que no te conozco, chaval o chavala. Pero como ves, sé que eres una persona desgraciada, patética. Un payaso triste, como los que salen en las pelis antiguas que nunca has visto. Payaso porque solo sirves de distracción a los demás, a los que nunca te van a seguir el cuento hasta tu misma posición porque saben que lo perderían todo. Se quedan allí, en la distancia, premiándote con limosna de risas y azuzándote a seguir divirtiéndoles, pero sin arriesgar como tú, para no perder como tú. Porque pierdes, imbécil. O imbécila. Pierdes todo. Por mierda que sea tu vida, por bajo que esté tu punto de salida, tendrías la oportunidad de avanzar, de remontar, de cambiar y de llegar adonde te propusieras. Si te lo propusieras, claro. Si tuvieras los cojones de elegir el camino largo, el de buscar la satisfacción, a largo plazo, de saber que has ganado la partida a pesar de tantas manos perdidas y tantas cartas difíciles en una baraja que siempre se lo pone más fácil a los demás. Pero tú no, claro. Tú eliges siempre el camino corto de la satisfacción inmediata de oír las risas hipócritas de quienes te tienen como un bufón particular. Con eso ya te conformas, aunque eso nada cambie. 

Yo no te conozco, gilipollas. Porque eso es lo que eres, gilipollas. Triste imbécil sin rumbo, sombra de lo que deberías ser, corriendo desbocado hacia la nada. No te conozco y se todo eso de ti, porque todo eso fui yo en una ocasión. Por eso, cuando vengas a joderme el día a mi trabajo me vas a tener enfrente, firme, decidido, convencido de que, a pesar de todo, con suerte, algo podremos cambiar, de gilipollas a gilipollas, tú y yo, para despertar esos cojones (u ovarios) que te faltan para comerte la vida como hay que comérsela.  Porque en el fondo sí que te conozco, desde que hace muchos años un día me miré al espejo de mis adentros. 

Comentarios

Entradas populares